Sin perdón (Clint Eastwood, 1992)

A finales de la década de los 70 cayó en manos de Eastwood el guión de un desconocido joven guionista llamado David Webb Peoples (pocos años después se hizo muy famoso y prestigioso al escribir otro “guioncito” titulado Blade Runner). Le causó tal conmoción que lo compró. Pero lo guardó en un cajón. Como director, aún no se sentía a la altura de semejante guión. Quería que fuera para él, pero sabía que aún no podía hacerlo. Así que, durante diez años, Eastwood fué renovando y pagando los derechos de Sin perdón hasta que, a principios de los 90, tras encadenar obras maestras como El jinete pálido, Bird o Cazador blanco, corazón negro, tito Clint decidió que era el momento.

Y sí. Era el momento. Cuando ves a William Munny regresar, alcoholizado perdido, al bar donde su amigo Ned Logan yace muerto, expuesto en la fachada dentro de su ataúd, cuando le ves entrar al bar e impasible, con la frialdad del mismísimo diablo, disparar a bocajarro al dueño. Cuando oyes este mítico diálogo entre el furioso Little Bill y Munny:

– Es usted un miserable y cobarde hijo de perra. ¡Ha matado a un hombre desarmado!
– Pues debió haberse armado cuando decidió decorar su salón con mi amigo…

Cuando todo eso ocurre vives en tu propia piel el fracaso de William Munny en la única aventura que le quedaba por vivir: convertirse en un hombre bueno. Cuando te persigue un pasado salvaje e inmoral, es muy difícil escapar, por mucho que lo intentes. La escena que en tantos y tantos western te llena de adrenalina, en Sin perdón te llena de tristeza y te pone un nudo en la garganta. El héroe aparece ante tus ojos como un psicópata total, desalmado y todos tus mitos se derrumban en cinco segundos. Absolutamente magistral.

Maravillosa película que convirtió a Clint Eastwood en un clásico vivo, convenciendo incluso a los más escépticos (aunque ahora parezca increíble, los había a patadas) y colocándole a la altura de los más grandes. Para mi no hay duda: es la última obra maestra que nos ha dado el western.