El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999)


Ahora que Shyamalan pasa por los momentos más bajos de su vida a nivel creativo, y que arrastra su carrera por el barro más hediondo con películas previsibles y pretenciosas, conviene recordar que este tipo, hace no mucho, encadenó un grupo de películas memorables y en concreto esta, que se convirtió en un auténtico fenómeno social. Y lo hizo desde Hollywood, con una propuesta narrativa y estética que era definitivamente rompedora y radical en el contexto del cine comercial actual. Sin apenas acción, con planificaciones muy simples; con un estilo austero y huyendo de trucos fáciles de cámara y montaje.
Shyamalan consiguió hacer una de esas películas que conectan de forma radical con el público, que consiguen golpear su cabeza y atravesar su espina dorsal con un calambrazo. Me resulta muy conmovedor el hecho en si de que una película emocione hasta el punto de golpear implacablemente una sala entera. El sexto sentido es de esas películas que, en su día, vi varias veces en el cine y siempre fue una experiencia colectiva genial. En alguna de ellas disfruté tanto de la película como de lo que generaba en el público.
Si Spielberg y Lucas convirtieron ciertos argumentos de serie B en cine de serie A, Shyamalan da otra vuelta de tuerca y convierte un argumento de película de consumo masivo en cine de autor. Los espíritus como metáfora perfecta de la soledad y de la tristeza de unos personajes cuyas vidas están destrozadas, pero que han decidido luchar por mantener la dignidad y recuperar la fe en la vida. A pesar de sus sustos y sus momentos de suspense y de horror, la palabra que me viene a la cabeza al pensar en El sexto sentido es “belleza” porque, a pesar de que hay muertos y sangre, Shyamalan prefiere girar su cámara hacia Cole (interpretación mítica, sí, mítica de Haley Joel Osment, que tiene mucho que ver en que esta película sea tan emocionante), ese niño con un poder que al contrario de lo que imaginaríamos le causa tristeza, miedo y le hace ser un niño raro, incomprendido y solitario. Y hacia el doctor Malcolm (Bruce Willis recordando que, además de una superestrella, cuando quiere puede ser también un gran actor), ese médico triunfador en su comunidad, pero fracasado en su interior, que arrastra también una dolorosa tristeza.
Y por supuesto confluyendo todo eso en un tercer acto de potentísima emotividad, que culmina en un giro final de los que se recuerdan para siempre, y de los que generan imitaciones malas en los años siguientes hasta provocar la náusea de todos nosotros. Uno de esos finales que te obliga a volver a ver la película y a cuestionarte todo lo que has creído ver. Qué fácil parece hacerlo, pero qué difícil es.
Shyamalan, somos muchos los que deseamos ardientemente que vuelvas con una de estas bajo el brazo. Sabemos que puedes, te lo hemos visto hacer varias veces.

Comentarios

Entradas populares