La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974)



En 1974 hubo una película prácticamente amateur, hecha por un puñado de francotiradores, con un presupuesto ridículo que, sin embargo, generó un impacto desmedido y se convirtió casi de manera inmediata en un clásico.

La matanza de Texas es una película salvaje, caótica, heterodoxa, inconscientemente valiente (o quizá no tan inconscientemente). Prácticamente sin argumento, narra la (des)ventura de un grupo de jóvenes amigos que viajan al cementerio de Texas ya que, al parecer, la tumba del abuelo de dos de ellos ha sido profanada. Por el camino, tienen la mala suerte de toparse con una familia de caníbales, dejando así de ser turistas para convertirse en un suculento y apetitoso bocado para esta panda de dementes.

Insisto: aquí apenas hay argumento. Esto, que en principio sería algo negativo, resulta que es uno de los aciertos narrativos más importantes de la película. Porque lo que busca esta película no es sorprender con giros ingeniosos de la trama ni emocionar con la evolución humana de sus personajes. No, amigos.

Esto va de simple y puro terror. De hacer sentir al público lo que siente alguien que no tiene donde esconderse y a quien persiguen tres psicópatas obsesionados con cazarte, colgarte de un gancho de carne, despellejarte y comerte.

En la segunda mitad de la película apenas hay diálogos. La cámara se mueve como si estuviesen rodando en medio de un terremoto. Es una locura. Una auténtica locura en la que irremediablemente entras. Pocas veces una pantalla de cine ha transmitido el horror de forma tan literal, tan realista, tan insoportable. Cuenta la leyenda que en los cines americanos donde la proyectaban, con la entrada daban una bolsa para vomitar tras ver como quedaban las salas después de cada proyección. ¿A alguien le extraña?

Por supuesto, hay un par de asuntos clave detrás de que todo este caos narrativo se convierta en una obra maestra del cine de terror:

En primer lugar, un Tobe Hooper en estado de gracia. Esta fue su mejor película. Hizo lo que todo gran director ha de hacer en los comienzos de su carrera: hacer de la necesidad virtud. Convertir las imitaciones en ventajas. Conseguir que la falta de medios no influya en la experiencia cinematográfica. Entre sus muchas ideas valientes y rompedoras, una creación que nos lleva al punto 2:

Leatherface. El asesino irracional, salvaje de la sierra mecánica y de la máscara hecha con la piel de sus víctimas (hola, Silencio de los corderos). Hooper creó aquí uno de los monstruos más carismáticos y recordados del cine de terror.

No solo eso: con La matanza de Texas se inició una década maravillosa del cine de terror que podemos considerar como un renacimiento de los monstruos en el cine. Monstruos nuevos, modernos, pero que a la larga serían tan queridos para la gente de mi generación con los monstruos clásicos de la Universal (Dracula, Frankestein, la Momia, etc).

Tras Hooper y su Leatherface, llegarían entre otros  John Carpenter y su Michael Meyrs (Halloween); Sean S. Cunningham y su Jason Voorhees (Viernes 13) y, por supuesto Wes Craven y su queridísimo Freddy Krueger, cerrando el círculo en 1984 con Pesadilla en Elm Street.

Todos ellos jodieron a base de terror mi cerebro en la infancia y adolescencia. Pero nunca he perdido de vista que todo empezó con Tobe Hooper. Todo empezó con Leatherface.

Todo empezó en Texas.

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