La niña de luto (Manuel Summers, 1964)


A la gente de mi generación aún le pilló aquel terrible concepto de “guardar luto” por los seres fallecidos. Esencialmente consistía en una reclusión en el hogar, en principio voluntaria, de las familias cuando había en su seno un fallecimiento. Además el luto obligaba, durante un periodo de tiempo determinado, a vestir íntegramente de negro como símbolo de la tristeza por la pérdida del ser querido. Por supuesto, y como casi todas las tradiciones heredadas de la oscura época franquista, el luto funcionaba a un nivel muy distinto en los hombres y las mujeres. En mi caso, recuerdo a madres y abuelas de amigos míos guardar lutos de años (¡años!) en los que, en algunos casos, no se permitían a sí mismas ni tan siquiera ver la televisión o escuchar la radio. Es decir, no eran libres ni dentro de las paredes de su hogar. De trasfondo, un terrible miedo al “qué dirán”. Esta era una de tantas costumbres absurdas que, sin embargo, se veían como normales. Entre otras cosas, porque la “recomendaba”, fomentaba y aplaudía la siempre mezquina jerarquía católica de la época.
Un día vi en la television, muy de niño, esta magnífica película de Manuel Summers. Y mi concepto sobre el asunto cambió de manera radical. En mi caso fue una película profundamente educativa, y a día de hoy aún la considero una de las películas españolas que más me han impactado jamás. Es curioso que de Summers sólo se recuerden sus películas de los años 80 (To er mundo e güenoSufre mamón) y se le considere un cineasta menor. Algo parecido, pero al revés le pasa a Landa: parece que solo empezó a hacer cine “serio” en los 80 (Los santos inocentesEl crack).
Pues La niña de luto rompe ambos mitos de golpe. Como casi todas las grandes películas, parte de un argumento bien sencillo desarrollado en un excelente guión firmado, entre otros, por el propio Summers y Pilar Miró: la historia de amor entre Rocío y Rafael (geniales María José Alfonso y Alfredo Landa, respectivamente), historia de amor eternamente aplazada debido a los largos lutos que ella tiene que guardar por su abuela, primero y por su abuelo, después. En este caso, el matrimonio se antoja la única salida a esa enrrocada situación que viven (ya que esta era otra de las cosas que no se podían hacer mientras “guardabas luto”), hasta el punto de que planean fugarse. A partir de ahí, arranca una historia de costumbrismo casi kafkiano, donde la tradición cae como una losa sobre los sentimientos de estos dos jóvenes que, poco a poco, están empezando a dejar de serlo…
Summers dispara con saña a una costumbre vetusta, tosca, inhumana e ilógica. Y bajo ese disparo hay una sutil crítica a la España feroz, atrasada y enquistada en las tradiciones estúpidas de la época. Tradiciones que, en realidad y en su mayoría, eran excusas para mantener a raya al personal, para limitar su libertad y para putear a la mujeres de manera directa y a los hombres buenos de manera indirecta. Cualquier excusa era buena. Incluso la muerte.

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